lunes, 1 de febrero de 2010

Y entonces...

El mandoble le mandó al suelo, pero se levantó presto, todo lo rápido que le dejó la sorpresa y la confusión que lo embargaban.
El otrora compañero de varias guerras había enloquecido, y, ciego de ira, descargaba con dureza la fuerza de su acero contra su compañero de armas. La armadura era espesa, la placa del pecho estaba profundamente golpeada, pero resistiría mas oleadas, sus brazos y piernas, sin embargo, estaban seriamente lastimados, lo que unido al gran peso de la enorme armadura y la poca visibilidad que le otorgaban los pocos orificios del pesado casco, se tornó en una peligrosa trampa para conejos.
Sin embargo, ya estaba acostumbrado, y fintaba los ataques con destreza y gran parte de los ataques de su adversario acababan haciendo saltar chispas en la pared contra la que lo tenia acorralado.
Como mucho, usaba su quebrada espada para repeler algún nuevo intento de mandoble, a la vez que esquivaba como buenamente podía, en este sentido era un buen guerrero, pero no sabia como acabar con esta situación en tal desventaja, así que siguió defendiéndose, pero cada vez le llegaban golpes mas contundentes, las piernas recibieron duro castigo, haciendo que cada pequeño movimiento fuese una tortura.
La presión de la armadura sobre su carne le iba haciendo cada vez mas mella, apenas podía respirar, moverse o atacar, y, lo que en su día fue su salvoconducto para librar las mas horribles guerras, se había convertido de repente en su propio ataúd de hojalata.
Por fin, vio algo, discurriendo por el camino que él había andado, junto a la pared, galopaba otro caballero, el cual descabalgó y observó la situación.
Con nuevos bríos, se levantó, magullado, y trató de dar la vuelta a la situación, pero sin éxito, a lo que su terrible enemigo respondió propinandole dos terribles golpes que hicieron que le sangrase la boca. Levantó la cabeza y vio, y el caballero que llegó en ultimo lugar, al que reconoció de su mismo linaje, harto de la situación, aseveró su mirada, se puso el yelmo y sacó su espada cuando empezó a andar...
Pero algo iba mal, no iba en su auxilio, y la desesperación le invadió. El antiguo compañero, ajeno a esto, insistía en atacar, buscando un ultimo golpe de gracia, hasta que, cuando el último caballero quedó a tres metros, le lanzó su espada y gritó: "¡Mátalo o yo mismo te mataré con mis propias manos!"
Encolerizado, con el sabor de su sangre muy presente, desenfundó su puñal, y se tiró al cuello de su gigantesco adversario, al cual le propinó un severo golpe en la cabeza y una terrible patada en la rodilla. Desconcertado, su contrincante le miró perplejo y le volvió a atacar en un ciego ataque de rabia. Aprovechó la carga de su oponente para moverse a un lado, levantándole el brazo e insertando su puñal en la rendija de la axila, pegado a su placa pectoral, de un solo y certero golpe seco...

2 comentarios:

Cuttiegod dijo...

plas,plas,plas...!!!!

Libi dijo...

Guay¡ :-D